Los espacios que rodean al teatro

Crítica teatral, editora, gestora y difusora de proyectos culturales egresada de la UAM. Jefa de comunicación en Editorial Almadía y Socia-Directora de la agencia de relaciones públicas Ari&Ari. Pero sobre todo, ferviente creyente de la claridad de las palabras (escritas, escuchadas o sentidas), de la escucha atenta como principal herramienta de las conversaciones, y del goce que da compartir historias en todos los tiempos y dimensiones.

Los espacios que rodean al teatro Los espacios que rodean al teatro
Foto: Cortesía

La palabra comunidad refiere a un grupo de personas que habitan un entorno en común, es decir gente que comparte significantes y significados en la cotidianeidad y que dota de sentido cada uno de los espacios y rutinas de las que se apropia.

El teatro es una comunidad, no solo es un espacio físico al que la gente acude, es un entorno que jala a su centro a todo aquel que se deje atraer por su fuerza de gravedad y, hace que las personas ahí reunidas, compartan mucho más que el momento en el que ven una puesta en escena.

Ahora bien, esta comunidad no es fácil, estamos hablando de gente -en su mayoría- nocturna que conoce las calles de su ciudad de las siete de la noche en adelante, estamos hablando de amantes de las risas, de las lágrimas, de los encuentros, de aquellos que pueden -sin culpa- desconectarse de la red para conectar con algo más. Estamos hablando de aquellas personas que sin dudarlo sacrificarían unas horas de sueño por alargar la charla tratando de explicar por qué terminó conmoviéndose por una luz azul maravillosa que caía sobre la sala en una escena final.

Estas charlas, sin pretender ser esas en las que cambias al mundo, terminan marcándote porque compartes con esa persona que tienes enfrente una historia distinta, una experiencia, una pregunta que habla de vida… ¿te acuerdas de aquella obra en la que en el momento cumbre se escuchó un ronquido? O ¿cómo se llamaba el personaje que te dije que actuaba como mi papá?

Estoy segura que eso me pasará con una de las amigas más queridas que ahora tengo, esa con la que comparto cosas simples como qué hice el fin de semana hasta recuerdos de infancia. Recién asistimos al teatro juntas por primera vez y creo que me la voy a quedar en el corazón para siempre. Llegamos muy emocionadas porque teníamos mil ganas de ver Dostoyevski -cadena de oración para que la vuelvan a poner porque alcanzamos función en el último fin de semana de la temporada- y mientras esperábamos en la taquilla, vio un cartel de Yerma (obra que ya quiero ver de vuelta a su lado, por supuesto) y sin dudarlo me contó que esa obra le traía un recuerdo de cuando era muy joven que mezclaba a su madre, al teatro y un temblor; así de poderosa y de infinita es la memoria y sus posibilidades.

Salimos de la obra más conmovidas por hecho de haber asistido juntas que otra cosa y nos fuimos al Comedor Lucera a platicar de la obra y de nuestros días, la asistencia a este lugar de confianza, me hizo pensar en los pocos lugares tranquilos que había alrededor del recinto, insuficientes para recibir a 120 personas con una historia en los labios.

Esta idea de los espacios del pre y post drama, se redondeó completamente una semana después cuando fui de nueva cuenta a visitar a mi amigo del alma a La Capilla en compañía de nuestra gran y querida amiga en común, después de ver una puesta que casi me hace llorar porque me reconocí extrañando cosas absurdas de relaciones pasadas -si traen el corazón muy roto no vayan, si lo traen mallugado, sí aguanta-, nos detuvimos a platicar acerca de lo increíble que sería tener un lugar en donde ir a comer o a tomar algo después de ver algo que nos tocara así y quisiéramos hablar de mil cosas alrededor. Nos dimos cuenta que cerca… no había, que tendríamos que caminar bastante para encontrar algo en donde podernos sentar tranquilamente sin que el ánimo se diluyera a lo largo de las cuadras.

Yo creo que un lugar cómodo, justo a la salida de un teatro, es una trampa, una en la que alegremente se mudaría de noche en noche esta comunidad teatrera, una a la que yo siempre querría entrar.

Va calado, va garantizado:

  1. Pausa de Wendy Hernández, bajo la dirección escénica de Wendy Hernández, con las actuaciones de Jheraldy Palencia y Gabriel Díaz (fan total). En temporada en Teatro La Capilla todos los viernes a las 20:00 h. hasta el 13 de diciembre del 2024. Entrada general $300.
  2. Dostoyevski: Los demonios y el idiota de Alberto Lomnitz, María Inés Pintado y Octavia Popesku, bajo la dirección de Alberto Lomnitz, con Cassandra Ciangherotti, Tamara Vallarta, María Inés Pintado, Octavia Popesku, Gabriela Núñez* y Mariana Gajá -nos tocó Gajá y yo la amo cada vez más- (*Alternando). Finalizó temporada, cadena de oración para que regrese.

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