El lugar de los amores clandestinos
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

El lugar de los amores clandestinos El lugar de los amores clandestinos
En lugar de esconderse en lugares remotos o en las salidas de la Ciudad de México, los hoteles garage se ubican también, desde hace un par de décadas por lo menos, en zonas céntricas y muy transitadas. Arte: Roberto Vargas

Después de casi 250 columnas, algunos lectores y lectoras me sugirieron un tema muy divertido: los hoteles de paso, también conocidos como moteles u hoteles garage.

No es que yo sea la persona más indicada para hablar de ello, pero el tono de las anécdotas que trato de dejar en La Terca Memoria cuando escribo de rock, futbol, libros o películas, hacen que a lo largo del domingo reciba comentarios divertidos y enriquecedores de personas que recuerdan tal o cual situación.

Entonces, por qué no hablar de esos lugares en los que todos hemos estado en algún momento, ¿o acaso hay alguna persona mayor de 20 años que no ha recurrido nunca a un hotel de paso o “albergue transitorio”, como les decían en Argentina antes de que se popularizara el simpático término telo (hotel, al revés)?

En lugar de esconderse en lugares remotos o en las salidas de la Ciudad de México, los hoteles garage se ubican también, desde hace un par de décadas por lo menos, en zonas céntricas y muy transitadas.

Con jacuzzi o sin este, algunos son temáticos como el Pop, de Avenida Revolución. Otros tienen alberca, columpios, sillones que estimulan la imaginación para la ejecución de diversas prácticas sexuales, espejos por todos lados y hasta una plataforma con tubo para el pole dance.

Es infaltable la televisión con canales que transmiten todo tipo de pornografía. Algunos tienen sex shop, una surtida barra de bebidas y hasta una buena cocina. Recuerdo a un compañero de trabajo que recomendaba la sopa de tortilla de un telo de Calzada Camarones. Lo siento, yo no he pasado de un buen club sándwich o una pizza.

Estos lugares han sido tema de inspiración en México para, por lo menos, dos libros aparecidos este siglo: Hoteles de paso. Secretos, amores prohibidos, caricias de seda de amantes clandestinos (Cal y Arena Editores, 2014), en el que Juan Manuel Gómez reúne 12 relatos de autores como Laura Emilia Pacheco, Alberto Ruy Sánchez y Guillermo Fadanelli, entre otros.

“Las historias que se cuentan en este libro ocurren en esos sitios. Lugares de tránsito en los que cabe cualquier perversión, cualquier secreto, cualquier clase de amor; en los que la ley y el tiempo son otros, y una cama puede tornarse un ataúd o el punto sin retorno de un sueño dorado o de la peor pesadilla”.

De la misma editorial, apareció en 2002 Hoteles de paso. Amores para siempre, de César Silva Gamboa, una serie de relatos publicados anteriormente en la página “Zona de Tolerancia” del desaparecido periódico El Nacional. Ese libro incluía un mapa con la localización de los hoteles citados y su correspondiente tarifa.

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El paso por los hoteles de paso… ¿Quién no ha visitado uno? Foto: Envato Elements

Regalos comprometedores

Cuando llegó a su casa, Carmen vio sobre la mesa de la sala la bolsita con la gorra de baño, el jabón, la carterita de cerillos y el paquete de pastillas de menta con el logotipo del Hotel Castillo que yo le había regalado aquella Navidad. En un sillón, sus papás, tan consejeros del Movimiento Familiar Cristiano ellos; en el otro, su hermana menor. Aquella mañana de sábado, cuando la mamá de Carmen abrió la bolsa de mi amiga buscando unas monedas para darles a los del camión de la basura, encontró el kit hotelero. Fue un escándalo y obviamente nunca pude entrar de nuevo a esa casa. Lo más curioso es que yo no fui con Carmen al hotel aquel diciembre. Tres años más tarde, después de su divorcio, y durante algunos años más, sí conocimos varios telos.

Cuando me llegó mi tarjeta American Express, invité a Carmen a comer al Barrio de La Boca, una parrilla que estaba a la vuelta del Estadio Azul. Como no quiso, le dije que la iba a estrenar en un hotel de paso, al que fui con una hostess colombiana que conocí en ese restaurante. Ella, que era unos 10 años más grande que yo, fue la de la idea de darle el “regalito” a mi amiga.

Carmen, que me llamó asqueroso y degenerado (y entonces tendría unos 24 años), no creía que alguien pudiera entrar así como así a un hotel de paso porque, según me contaba, cuando su familia se iba de vacaciones “Mamá Flanders” llevaba hasta fundas de almohada y sábanas limpias. Afortunadamente para mí, el asco se le quitó después.

Adiós a la inocencia

Cuando era niño pensaba que los moteles se llamaban así porque se entraba con moto. De verdad, es una burrada, pero yo no encontraba otra explicación para su nombre. El término hotel garaje también me generaba inquietud. La anécdota me recuerda una tarde cuando llevaba a mi hija a su casa, cerca de San Pedro Mártir, en la salida a Cuernavaca, y me preguntó:

-Papi, ¿por qué hay tantos hoteles?

-Es que hay gente que llega cansada de la carretera, respondí.

-¡Ay, es que yo me siento como cansada!, me dijo con la inocencia de sus siete u ocho años.

Seguramente el color se me subió hasta las orejas, porque el K20, el Rubí y el Costa del Sol, los llegué a visitar con frecuencia cuando trabajaba en un diario que no quiero ni mencionar, pero no es Reforma. Por aquellos años también frecuentaba el Hotel Leo, a unos pasos de la Universidad Intercontinental.

Aunque he sido asiduo visitante a los hoteles de la “costera de Tlalpan”, el primero que conocí fue muy lejos de ahí, en la calle Querétaro de la colonia Roma, un sitio pequeñito e inmundo que estaba frente al Gran León, en el predio que hoy ocupa el Mercado Roma. Tenía 17 años y en el pasillo me encontré a un compañero de la prepa que me miró aterrorizado y jamás me volvió a dirigir la palabra.

Como relaté en una columna llamada Calzada de Tlalpan, mi amor, a principios del siglo XX la llegada de cientos de comerciantes, provenientes principalmente de Morelos y Guerrero, provocó la aparición de los llamados hoteles de paso en esa importante vialidad del sur de la Ciudad de México, porque sus visitantes prácticamente pernoctaban sólo un par de noches antes de regresar a su lugar de origen. Desde finales de los años 60, los hoteles de Tlalpan se convirtieron en el paraíso para los encuentros furtivos de amantes ocasionales. Hay incluso una leyenda urbana que habla de cámaras escondidas y videos grabados que luego eran vendidos en Tepito o puestos callejeros del Centro Histórico. Nunca salí en uno.

Goles, Super Bowls y hasta temblores

Realmente no recuerdo qué es lo más extraño que me ha pasado en un telo. ¿Gritar un gol de Pumas y que en otro cuarto respondieran con aplausos? ¿Encontrarme a la encargada de los viáticos de la oficina en un elevador? ¿Ver ahí un par de Super Bowls o pasar la última tarde del año con una hot wife mientras el marido ultimaba detalles de la cena? Recuerdo un temblor más o menos fuerte la tarde de un domingo hace más de 20 años. Era un edificio de cuatro o cinco plantas y nosotros no salimos de la habitación, pero las camareras pasaron tocando la puerta para pedir que abandonáramos nuestro “nidito de amor”.

Inolvidable fue aquella tarde del 21 de septiembre de 2005 cuando la policía liberó de su secuestro al entrenador argentino Rubén Omar Romano. En el Motel Los Arcos, en la salida a Toluca, no había cobertura de telefonía celular y cuando vi la noticia por televisión y tomé mi BlackBerry, tenía más de 50 llamadas perdidas, principalmente de los reporteros y fotógrafos de la revista, además de mi jefe. El regaño de mi papá, que siempre me marcaba cuando había una noticia importante, fue épico.

Entre risas recuerdo otra vez en que a un compañero de trabajo le cerraron el estacionamiento donde había dejado su auto y se tuvo que quedar en un hotel de Tlalpan a pasar la noche. Cuando lo dejé frente a la puerta preguntó:

-¿No me vas a meter al estacionamiento?

Después de reputearlo hasta en ruso lo hice que bajara su equipo fotográfico y me fui.

Luego de la experiencia con Carmen, nunca más me llevé “regalitos” de los telos. Me parece de pésimo gusto. Recuerdo a un colega que, cuando nos invitaba a echar trago a su casa, servía orgullosamente las cubas en vasos de vidrio con el logotipo de algunos hoteles de Tlalpan. Nunca llegué a tanto.

¡Vengan las anécdotas, quiero reírme mucho esta mañana!

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