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Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas
El café, un lenguaje de cariño
No les puedo contar la alegría que me causaba llegar en bicicleta a verla a Cucurucho, en la Cuauhtémoc, y que mi chica favorita me preparara un espresso tonic. La relación con mi hija tiene cimientos muy fuertes en nuestro gusto por el café.
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No les puedo contar la alegría que me causaba llegar en bicicleta a verla a Cucurucho, en la Cuauhtémoc, y que mi chica favorita me preparara un espresso tonic. La relación con mi hija tiene cimientos muy fuertes en nuestro gusto por el café.
Uno de los pilares de la relación con mi hija de 21 años son nuestras largas conversaciones sobre música. Podemos pasar horas frente al televisor mirando videos en Youtube o en largas sesiones buscando canciones en Spotify. Generalmente ella me recomienda nueva música de diferentes géneros y yo le cuento alguna historia de viejas bandas o cantantes. Sobre todo, los recuerdos que llegan a mi cabeza con tal o cual canción. Antes lo hacíamos mientras bebía una cerveza, ahora tomamos café.
Camila es barista desde hace tres años y le gusta llevarme a conocer pequeñas cafeterías de especialidad. El lunes desayunamos en Molona, en la colonia Doctores; en diciembre, después de comer empanadas en una parrilla argentina, bebimos algo caliente en 1990 Café, en la Álamos; meses atrás me invitó un flat white en Anvil Café, en Condesa. Ahora es mi bebida favorita.
No les puedo contar la alegría que me causaba llegar en bicicleta a verla a Cucurucho, en la Cuauhtémoc, y que mi chica favorita me preparara un espresso tonic. La relación con mi hija tiene cimientos muy fuertes en nuestro gusto por el café.
“Con cada comida y bebida tenemos una relación particular”, dice Camila, “en mi caso, desde chiquita, el café formó parte de mi vida. Siempre lo relacioné con sentarme a platicar con alguien. Para mí no fue como otras personas de ‘me levanto y tomo café para despertarme’ o ‘dejo mi trabajo y tomo café para rendir más’. Para mí siempre tuvo que ver con compartir. Comencé a tomar café contigo porque nos veíamos los viernes, para mí fue como ‘ya no estoy tan chiquita y puedo tomarme un capuccino con mi papá’. Se fue convirtiendo en un hábito”, me dice mi hija, estudiante de Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Yo comencé a disfrutar el café hace 10 años, cuando me regalaron una prensa francesa en Navidad. Antes, siempre desprecié el café Legal cocido, hervido, de mi mamá y mi abuela Enriqueta. No las culpo, quizá nadie las enseñó a hacerlo. Durante mis años de estudiante universitario, cuando me encontraba por la mañana con Dafne, mi mejor amiga cuando estudiábamos Ciencia Política, la criticaba porque siempre traía en la mano un café y un cigarrillo. Mis recuerdos del café con el ITAM son dolorosos: cuando Alfonso Aguilar Álvarez me corrió de su clase de Problemas de la Civilización Contemporánea I, fui por un capuccino. Al salir de la cafetería, un imperceptible desnivel hizo que diera me hizo darle un trago a esa bebida hirviente: me quemé la boca y no volví a probar un café durante toda la carrera. En temporada de exámenes, me espantaba el sueño con dos cucharadas de Nescafé y cantidades industriales de cocacola.
Hace una década no tomaba café después de las cuatro de la tarde porque sentía que me quitaba el sueño y me temblaban las manos. Ambos mitos quedaron atrás, aunque a menudo traigo las manos temblorosas por los entrenamientos de crossfit.
“El gusto se convirtió en un oficio que nació de algo muy particular”, agrega Camila. “Durante la pandemia me sentaba a ver películas, tomar café y comer galletas. Al inicio lo tomaba con mucha azúcar, pero fui disminuyendo la cantidad porque le comencé a tomar el gusto al sabor natural del café. Después de la pandemia me comenzaron a gustar los espacios para beberlo. Hay gente que sólo toma café en su casa, no es mi caso, me gusta estar en espacios donde hacen café, ver cómo lo preparan, las tazas, el menú. Comencé a disfrutar el acto de tomar café conmigo misma, eso ya era como ‘ser grande’. Entré a una cafetería porque me gustó la decoración y terminé trabajando así tres años. Así llegué a Cucurucho”.
Aunque no lo hago con frecuencia, me gusta buscar nuevas cafeterías, locales con personalidad en las que me pueda sentar a charlar, leer o escribir toda una mañana, como Qisu Café, una pequeña cafetería que está a cinco cuadras de casa, de donde han salido varias columnas como ésta.
“Cuando algo se vuelve tu oficio, cambia la relación con tus gustos totalmente, como para ti leer o escribir. Es raro que tome café en casa porque llego al trabajo todos los días y me preparo uno. Comencé a tomarle gusto a los espressos, a tomar bebidas sin azúcar, sin chocolate, sin nada, sólo café. Aprender a prepararlas se vuelve muy lindo, divertido y enriquecedor. Lo que rescato de mi experiencia como barista es preparar café para personas que lo disfrutan tanto como yo. Los turnos que más disfruto es cuando puedo decirle a alguien: ‘Prueba esto, me quedó delicioso’. El café se vuelve un lenguaje de cariño hacia otras personas. Me gusta conocer dónde crece el café, su historia, entender que tomarlo es el último eslabón de una cadena de producción larguísima, es bonito y enriquecedor saberlo. El café se convirtió en una costumbre. No falta mi capuccino diario, siempre con un pan”, finaliza Camila, mi barista favorita.
Un café con el ‘Flaco’
La cafetería Saint Moritz, ubicada entre las calles de Paraguay y Esmeralda, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, abrió sus puertas en 1959. Era el lugar favorito del técnico campeón del mundo en Argentina 1978, César Luis Menotti. El “Flaco” llegaba puntualmente a las 9:00 y se quedaba hasta las 13:00 horas, muchas veces platicando con su amigo Carmelo, el encargado de un puesto de revistas ubicado afuera de la confitería (así se le llama a las cafeterías por allá). Menotti siempre pedía lo mismo: un café corto italiano acompañado de dos panes tostados con mermelada de fresa.
Cuando murió, el pasado 5 de mayo, los dueños de Saint Moritz decidieron hacerle un homenaje en la mesa número 10 del local, su refugio personal: “Ese día pusimos la pelota (firmada por Menotti) en exhibición, un cuadro y el pocillo en homenaje a él”, contó el encargado del establecimiento.
En una entrevista que le hicieron a mediados de los 90, Menotti se quejaba del café aguado y sin sabor que le servían durante su estancia como técnico de la Selección Mexicana. Yo no soy el “Flaco”, pero para mí el café se sirve caliente, negro y amargo, como yo.